Fantasía grotesca

El cercanías, con su cha-ca-chá monótono, familiar e inconfundible, me acerca, parsimonioso, a mi destino. Me rodean un buen número de estudiantes universitarios y no pocos currantes (algunos de ellos, auténticos efebos, en edad de merecer). Uno de ellos, moreno y rapado, que se me ha antojado de facciones faraónicas, me ha mirado de arriba a abajo con cierto atrevimiento. Yo, orgulloso de ti, de mi, de lo nuestro... le he ignorado y le he devuelto una gélida mirada por encima del hombro. Además de no tener ningún interés por ese tipo, la verdad es que acumulo vivencias, pensamientos y recuerdos infinitamente más apetecibles en los que concentrarme. Decido abandonarme a ellos.
El tren ha tomado velocidad y su vaivén es ahora más rápido e insistente. Tengo calor. Estoy sudando, y eso es debido a la temperatura del habitáculo y también a mi calor interno, pues hace rato que me he perdido entre mis propios pensamientos, olvidándome casi por completo de dónde estoy y hacia dónde voy. Vuelvo a la realidad. No hablo con nadie, y nadie me dirige la palabra. Sin embargo, me da la sensación de que todos mis compañeros de viaje me miran con curiosidad. Me doy cuenta de que una sonrisa enorme, de oreja a oreja, delata mi experiencia entre meditativa y astral. Una niña de unos ocho o nueve años se ha levantado para ir al servicio y me ha sonreído al pasar por mi lado, y me ha sacado la lengua en un derroche de confianza y simpatía. Era menudita, pelirroja, muy guapa, y se la veía muy vivaracha, más lista que el hambre... ¡Creo que me ha descubierto, la puñetera! Es seguramente la única persona de todo el vagón que se ha dado cuenta de que te llevaba montado en mí, cabalgando felizmente sobre mi sexo erecto, y que a medida que el tren avanzaba, tú y yo, ajenos al mundo, íbamos, virtualmente, haciendo el "chiqui-chiqui".
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Joan -
Félix -